Todos tenemos algunas ideas preconcebidas sobre el cuerpo humano, ideas acumuladas con o sin estudio consciente y que forman nuestra propia imagen corporal. 

Esta imagen mental de nosotros mismos está influenciada también por nuestra percepción del mundo que nos rodea: la observación de los demás, de juguetes, de cómo las cosas en general se equilibran y funcionan; pues sentimos que nosotros mismos estamos sujetos a las mismas leyes mecánicas, la misma fuerza de la gravedad.

Luego están, además, las ideas que se nos presentan a lo largo de nuestro camino de aprendizaje, cosas que la gente nos dice, cosas que leemos: información (no necesariamente fiable) sobre la correcta organización de nuestro cuerpo, cómo funciona, exhortaciones sobre la postura, el ejercicio, la respiración, la relajación, etc. De manera fortuita, absorbemos parte de esta información y la añadimos a la imagen corporal que estamos construyendo.

Así que antes de tener oportunidad de estudiar la cuestión conscientemente, antes de desarrollar nuestra capacidad de valoración crítica de la información, estamos ya en posesión de un sinfín de ideas, de las cuales algunas podrían corresponder a los hechos, y algunas no. Por otro lado, mezcladas con ellas bien podría haber verdades a medias, cosas imaginadas y alguna compensación extra por los malentendidos previos. Entonces… ¿Qué tan importante es informarnos al respecto?

Si fuera posible tener una completa inocencia a toda imagen mental consciente de nuestros propios cuerpos, quizá podría irnos bien (no estoy seguro). Lo que sé con certeza es que, en este asunto, las ideas erróneas son peligrosas y tienden a perpetuarse a sí mismas. Pues lo que yo he observado una y otra vez, en los años que llevo profundizando en estas temáticas, es que la forma en la que nos movemos, está gobernada por lo que suponemos sobre nuestro cuerpo, es decir, por nuestra imagen corporal personal. Conscientemente o no, esta imagen corporal está con nosotros todo el tiempo, influenciando cada movimiento que hacemos: en el trabajo, el ocio, en cada actividad desde la tarea más mundana hasta el ejercicio de destreza más exigente. Ello también afecta la forma en que estamos inmóviles y la forma en que hacemos lo que nosotros llamamos “relajarnos”. Tiene una enorme influencia también en nuestro pensamiento, nuestra capacidad de aprender. Los movimientos que van contra la verdadera naturaleza del organismo, conducen a un desgaste natural inaceptable. De ahí que si esta imagen corporal contiene inexactitudes, sea extremadamente peligrosa para nuestro bienestar.

A diferencia de nuestro esquema corporal, que es en mayor parte inconsciente, la imagen corporal es la percepción más consciente de nuestro cuerpo, es decir: cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo nos presentamos ante el mundo. No se trata de ser alto o bajo, gordo o delgado, guapo o feo. Se trata de nuestras actitudes hacia esos rasgos que creemos que tenemos (o que somos), nuestra respuesta emocional a cómo experimentamos nuestro cuerpo, incluyendo cómo nos vestimos, nos paramos, nos movemos y creemos que los demás nos ven.

Al igual que nuestro esquema corporal, nuestra imagen corporal tiene sus bases en muchos de los mapas corporales de nuestro cerebro. Pero hay algunas diferencias importantes. Nuestro esquema corporal se limita más a circuitos especializados, mientras que los ingredientes de nuestra imagen corporal, que incluyen las creencias que tenemos sobre nuestro cuerpo, están más dispersos por todo nuestro cerebro y, especialmente, en donde se almacenan los recuerdos. Nuestras creencias son tan tangibles como las células de nuestro cerebro, porque es ahí donde se crean, almacenan y, con nueva información, se actualizan o se reconsolidan. Nuestras creencias están incrustadas en las interconexiones físicas entre las neuronas, que se organizan mediante la experiencia en redes estables. Nuestras creencias se mantienen en circuitos cerebrales que se activan en respuesta a nuestras expectativas y predicciones sobre cómo funciona el mundo.

Para comprender cómo funciona esto, necesitamos saber un poco más sobre cómo se organiza el cerebro. Casi todas nuestras funciones mentales superiores se llevan a cabo en la corteza (o córtex), una capa delgada de tejido que rodea las estructuras cerebrales más antiguas. Con aproximadamente el tamaño de una servilleta de tela, está plegada para caber dentro de nuestro cráneo. Toda la lámina cortical tiene seis capas de células, cada una con el grosor de una tarjeta de presentación.

Aunque la corteza se asemeja físicamente a una lámina delgada, está organizada funcionalmente en regiones especializadas en diferentes tareas, como la visión, la audición, el tacto, el movimiento y la planificación. Además, estas regiones se organizan en jerarquías. Imaginemos una baraja de cartas colocadas boca arriba, esparcidas una al lado de la otra. Funcionalmente, el “As” es más alto que la “Jota”, que es funcionalmente más alta que el ocho, que es funcionalmente más alto que el dos. Las jerarquías funcionales en nuestro cerebro son mucho más complejas que las cartas de una baraja de póquer, pero la analogía debería darnos una idea de cómo pueden existir jerarquías en un plano casi bidimensional.

En la corteza, las llamadas áreas inferiores absorben información sensorial cruda y la transmiten a áreas superiores donde se procesa y luego se transmite a áreas aún más superiores. Pero no hay un área superior definitiva donde todo «se integre». Al contrario. Una vez que la información alcanza las regiones superiores, se retroalimenta hacia abajo en la jerarquía. Lo que se sabe hasta este momento es que en la mayoría de las áreas de la corteza, por cada fibra que lleva información hacia arriba en la jerarquía, hay hasta diez fibras que llevan información procesada hacia abajo.

Las investigaciones todavía están explorando el significado de esta arquitectura masiva de retroalimentación, pero una función ahora está clara: nuestra mente opera a través de la predicción. La percepción no es un proceso de absorción pasiva, sino de construcción activa. Cuando vemos, oímos o sentimos algo, la información entrante siempre es fragmentaria y ambigua. A medida que asciende por la jerarquía cortical, cada área se pregunta: «¿Es esto lo que esperamos? ¿Es esto lo que predecimos? ¿Se ajusta a lo que ya sabemos que es cierto?» Así que nuestro cerebro constantemente compara la información entrante con lo que ya sabe, espera o cree. A medida que las áreas superiores del córtex dan sentido a la entrada, diciendo «Sí, esto es algo que hemos visto antes», la información se retroalimenta a las áreas inferiores para confirmar que lo que creemos que está sucediendo realmente está sucediendo. Pero en muchos casos, va más allá de una mera confirmación y la predicción retroalimentada o la creencia realmente altera la información que fluye hacia arriba para que se ajuste. El hecho de que la información viaje «hacia atrás» por la jerarquía cortical desde regiones superiores mentalmente sofisticadas hacia niveles inferiores de procesamiento sensorial básico significa que nuestras predicciones y creencias pueden actuar en nuestra contra. Lo hacen al interferir con nuestra capacidad de ver las cosas de nuevo o incluso de notar contradicciones importantes entre nuestras expectativas y lo que está presente en realidad para nuestros sentidos.

En otras palabras, nuestra comprensión de la realidad está muy lejos de la realidad misma. Nuestra comprensión de la realidad se construye en gran parte según nuestras expectativas y creencias, que se basan en todas nuestras experiencias pasadas, que se mantienen en la corteza como memoria predictiva. Vale la pena repetirlo: muchas de nuestras percepciones, lo que vemos, oímos, sentimos y pensamos que es real, están profundamente moldeadas e influenciadas por nuestras creencias y expectativas. Y esto incluye las creencias sobre nuestro cuerpo.

Nuestro esquema corporal y nuestra imagen corporal evolucionan a medida que crecemos. Los cambios en el esquema son bastante universales. Nuestros brazos se alargan. Nuestro alcance es mayor. Nuestras piernas se alargan. Nuestro centro de masa se eleva. Nuestra zancada aumenta. Nuestras proporciones se ajustan…

Pero mientras el esquema es principalmente una función de las partes del cuerpo en movimiento, nuestra imagen corporal se basa en una red más amplia que involucra la biblioteca de experiencias personales y recuerdos de toda nuestra vida. Nuestra imagen corporal es una amalgama de creencias: actitudes, suposiciones, expectativas, con una ocasional ilusión añadida, que también están incrustadas tanto en nuestros mapas corporales como en las partes de nuestra corteza que almacenan nuestros recuerdos autobiográficos y actitudes sociales. Nuestra familia, nuestros compañeros y nuestra cultura proporcionan el contenido; nosotros proporcionamos la interpretación.

Para la mayoría de nosotros, las creencias importantes sobre el cuerpo comienzan a surgir en nuestra conciencia durante la adolescencia temprana. Al final de nuestros años de adolescencia, estas creencias se han solidificado en una imagen corporal coherente, formando una imagen altamente resistente al cambio en etapas posteriores de la vida.

Ahora, sería genial si los adolescentes típicos tuvieran experiencias de imagen corporal que resultaran en que tanto los chicos como las chicas se dijeran cosas como: «Tenemos un cuerpo muy bonito que representa nuestro verdadero ser. Estamos felices con nuestra apariencia». Pero cuando somos adolescentes tenemos todo tipo de creencias poco saludables sobre nuestros cuerpos: «Estamos demasiado gordos/as». «No tenemos suficiente musculatura». «Nuestras orejas son anormalmente grandes», etc.

Si perdemos peso y aún nos sentimos gordos/as, puede ser debido a una gran discrepancia entre nuestra imagen corporal y nuestro esquema corporal, que es un reflejo de nuestros cuerpos propios. Nuestro esquema corporal se ha alejado notablemente de nuestra imagen corporal y experimentamos una desconexión psíquica interna. Nuestra imagen corporal está en conflicto con nuestro esquema corporal. Nuestras creencias sobre nuestros cuerpos están desalineadas con lo que nuestros mapas corporales o incluso nuestros ojos nos están informando. Y estar en guerra con nosotros mismos, incluso cuando todo esto sucede por debajo del nivel de nuestra conciencia, es una experiencia miserable.

Al igual que nuestras creencias, nuestras actitudes hacia nuestros cuerpos pueden ser obstinadas, testarudas e inmutables. Cuando nuestro esquema corporal nos envía señales diferentes de que somos más o menos delgados (por ejemplo), no abandonamos nuestras creencias sobre nuestro tamaño.

Recordemos que nuestro esquema corporal está compuesto por señales sensoriales dinámicas que fluyen a través de nuestro mandala corporal, junto con una base de datos de memorias musculares distribuidas entre nuestros mapas corporales. A medida que nuestra piel roza la ropa en una talla más pequeña, tenemos un nuevo conjunto de información sobre nuestras proporciones. Nos esforzamos menos en llevar nuestro cuerpo por la casa, lo cual también testifica los cambios que hemos logrado. Pero nuestra imagen corporal, cargada de creencias, no ha cambiado. Las creencias pueden ser enormemente poderosas, lo suficientemente poderosas como para ahogar nuestra nueva sensación corporal. Esto se solucionaría si tuviéramos un mayor contacto y observación con lo que sentimos… pero más a menudo, la realidad es al revés, nuestra imagen corporal generalmente “gana la partida” y nuestras creencias se imponen a nuestras sensaciones, es decir, “sentimos lo que creemos”.

Afortunadamente, existen maneras de romper este ciclo, la clave está en encontrar formas de escucharnos más profunda y atentamente.

Bibliografía utilizada como referencia:

  • «The body has a mind of its own» Sandra y Matthew Blakeslee, (2008)
  • “Mind and Muscle, an Owner’s Handbook”, Elizabeth Faith Burchatt, 1999