Frederick Matthias Alexander (1869 – 1955), el mayor de ocho hermanos, nació en Wynyard, la costa noroeste de Tasmania (Asutralia).

Desde muy pequeño tuvo problemas de salud relacionados con las vías respiratorias. Durante su juventud tuvo un problema que le impedía realizar su trabajo como actor: tendía a perder la voz durante sus presentaciones en público. Los doctores que visitó no pudieron ayudarlo, así que decidió investigar y aprender qué era lo que le estaba causando dicho problema.

Los años que pasó observándose lo llevaron no sólo a erradicar por completo dicho problema, sino a tener una comprensión profunda de la raíz de todas las dolencias humanas, una comprensión muy distinta a todo lo que se había descubierto en su época.

Alexander encontró que la raíz de nuestros problemas no radica en lo se nos hace, sino en lo que nos hacemos nosotros mismos. Observó que el problema no estaba en los estímulos de la vida moderna, sino en la respuesta que tenemos nosotros ante esos estímulos; no en el estrés, sino en la manera en la que nos tensamos. A la tensión excesiva la llamó “mal uso de uno mismo” y su propuesta era que dicha tensión no era ocasionada ni por el diseño de nuestro organismo, ni por la civilización ni por nada externo a nosotros (como se creía en ese entonces), sino por algo a lo que llamó “persecución de fines”, un término bastante innovador en su época.

Alexander encontró un lugar común entre problemas que parecían distantes. En lugar de pensar que su problema respiratorio era causado por una enfermedad, Alexander dedujo que la “persecución de fines” resultaba en un “mal uso del organismo”… el problema respiratorio era para él, una forma dañina de usarse a sí mismo.

Alexander no creía que el dolor de espalda era culpa de las sillas mal diseñadas. Al respecto de la idea de que las mesas estaban teniendo efectos negativos en la educación, Alexander dijo que “… lo que necesitamos no es educar a los muebles, sino educar a los niños”.

Alexander reformularía la misma respuesta refiriéndose a la tendinitis, estrés y cualquier otra explicación que nos damos habitualmente cuando se nos presenta alguna dificultad de hacer algo o alguna dolencia: “la persecución de fines causa mal uso, el mal uso causa un mal funcionamiento y eso resulta en nuestros dolores, problemas, infelicidad y desesperanza”.

¿Cuál es la solución a la “persecución de fines” y al mal uso? La respuesta es sencilla pero difícil de aprehender. Se llama “no hacer”, un concepto poderoso y revolucionario que Alexander desarrolló y enseñó utilizando un método que ahora llamamos “Técnica Alexander”, la técnica de Alexander.

Alexander realizó sus descubrimientos iniciales gradualmente, a lo largo de los años, mientras seguía dedicándose a su carrera artística. Su fama, tanto de actor como de profesor, continuó creciendo, y hacia 1895 atendía una floreciente consulta en Melbourne. Al principio, sus alumnos provenían principalmente del mundo del arte dramático. Sin embargo, cuando los médicos locales tuvieron noticia de su trabajo, comenzaron a enviarle pacientes, que muy pronto superaron en número a los que procedían del teatro.

En 1899, Alexander se trasladó a Sidney. Su reputación le había precedido y no tardó en verse inundado de trabajo. Aunque, en términos generales, la profesión médica seguía manteniendo ciertas reservas, Alexander convenció por completo al célebre cirujano J. W. Steward McKay. Al parecer, en su primer encuentro McKay le advirtió: «Si sus enseñanzas están bien fundadas, le haré triunfar. Si no, le hundiré.» La respuesta de Alexander fue típica. Tras estrechar cordialmente la mano de McKay, contestó: «Usted es el hombre que estaba buscando.» Fue McKay quien le convenció de que debía trasladarse a Londres para obtener el reconocimiento que su trabajo merecía, y Alexander se embarcó en abril de 1904, después de realizar una gran gira de despedida en la que representó Hamlet y El mercader de Venecia con una compañía compuesta casi exclusivamente por alumnos llegados a él por recomendación médica.

En Londres, su consulta creció rápidamente, y pronto llegó a ser conocido como «el protector del teatro de Londres». Muchos de los actores y actrices más celebrados de la época tomaron clases con él, como Sir Henry Irving, Matheson Lang, Osear Asche, Lily Blayton y Viola y Beerbohm Tree. A medida que su trabajo alcanzaba mayor difusión, tuvo que enfrentarse a los que trataban de copiarlo y rebajarlo. A fin de anticiparse a posibles plagios, en 1910 publicó su primer libro, La herencia suprema del hombre, cuyo tema describió él mismo como «la gran fase en el desarrollo del hombre en la que éste pasa del control subconsciente al control consciente de mente y cuerpo». El libro fue muy bien acogido y siguió reeditándose durante toda la vida de Alexander.

El estallido de la guerra en 1914 provocó un descenso inmediato en el número de alumnos. Alexander sabía que si no continuaba enseñando perdería la habilidad y la comprensión que tan laboriosamente había alcanzado, de modo que decidió trasladarse a los Estados Unidos. En Nueva York solamente conocía a dos personas, pero a las pocas semanas tenía otra vez una numerosísima consulta, gracias a las recomendaciones personales. Durante los diez años siguientes repartió su tiempo entre los Estados Unidos y Gran Bretaña, pasando medio año en cada país, y tomó un ayudante a cada lado del océano para responder a la demanda de clases.

Entre las dos guerras mundiales, el trabajo de Alexander alcanzó cada vez mayor difusión y reconocimiento. Además de sus numerosos alumnos, contaba también con partidarios influyentes, como William Temple, el Arzobispo de Canterbury, Sir Stafford Cripps, Esther Lawrence, del Instituto Froebel, George Bernard Shaw y Aldous Huxley.

En 1923 se publicó su segundo libro, Control consciente y constructivo del individuo, con un prólogo de John Dewey, el filósofo norteamericano de la educación, quien se convirtió en uno de los más ardientes y constantes defensores de la técnica Alexander. Dewey escribió que la obra de Alexander contenía «la promesa y el potencial de la nueva dirección que es necesaria en toda educación». Al igual que Dewey, Alexander creía que la educación era la clave de la evolución social, y en 1924 fundó en su estudio de Londres la primera escuela basada en sus principios.

Dirigida por Irene Tasker, una maestra plenamente calificada que había trabajado con Montessori, la escuela acogía a niños de tres a ocho años y, aunque en ella se seguía un programa escolar normal, su principal interés consistía en enseñar a los niños un Uso correcto de sí mismos. Al cabo de diez años, Tasker emigró a Sudáfrica y allí se convirtió en la primera profesora de técnica Alexander con una consulta independiente. La escuela, bajo la dirección de Margaret Goldie, se trasladó al campo.

En 1940 fue evacuada a los Estados Unidos, y los intentos de restablecerla en Inglaterra después de la guerra fracasaron. Hacía muchos años que a Alexander le insistían para que estableciera un sistema formal de enseñanza para profesores potenciales de su técnica. En un principio no se animó, ya que antes quería asegurarse de que había la suficiente demanda de su trabajo y, sobre todo, de que sería capaz de formar profesores del más alto nivel.

En su opinión, los que quisieran dedicarse a enseñar su trabajo tenían que estar preparados para aplicar los principios y procedimientos de la técnica a su propio Uso en las actividades cotidianas antes de intentar enseñar a otros a hacer lo mismo.

Su tercer libro, El Uso de sí mismo, vio la luz en 1932 y en él se propuso describir el procedimiento por el que había desarrollado la técnica. Nueve años más tarde apareció su última obra, La constante universal de la vida, consistente en una serie de artículos sobre el concepto de Uso, en los cuales Alexander subrayaba especialmente los efectos perjudiciales de todos los sistemas de ejercicios y «educación física» que no tuvieran en cuenta la unidad de mente y cuerpo. Poco después de terminada la guerra, sus partidarios en Sudáfrica intentaron reemplazar los métodos de educación física que allí se practicaban por un sistema basado en las ideas de Alexander. Esto originó un ataque contra Alexander y su obra por parte del doctor Ernst Jokl, director del Comité Sudafricano de Educación Física.

Durante un enconado proceso que duró cuatro años, Alexander vio alzarse contra él a muchos miembros de la profesión médica. Dos hombres sumamente influyentes, no obstante, declararon en favor de la validez científica de sus trabajos: Sir Charles Sherrington, un neurofisiólogo distinguido con el premio Nobel, y el profesor Raymond Dart, el gran antropólogo.

Alexander ganó finalmente el proceso en 1948, aunque un grave ataque que le paralizó la mitad izquierda del cuerpo le impidió asistir al juicio. En su lucha por la recuperación, aplicó los principios que él mismo había descubierto. Anciano ya, y privado de casi todas sus fuerzas, tuvo que confiar más que nunca en el poder de la pura instrucción, y sus alumnos de entonces aseguran que jamás enseñó mejor que en los cinco años que precedieron a su muerte.

Durante esos años continuó refinando su método, al tiempo que mantenía su consulta particular y supervisaba el trabajo de los profesores que le ayudaban. Murió el 10 de octubre de 1955 tras una breve enfermedad.

El logro de Alexander fue inmenso. Por sí solo, elaboró un método científico completamente nuevo para el estudio y la resolución de un problema concreto, y con ello estableció una manera revolucionaria de ver el funcionamiento humano.

Ciertamente, cabe asegurar que Alexander fue uno de los hombres más subestimados del siglo xx. Este hecho puede explicarse por dos razones principales. Una de ellas se refiere al propio carácter de Alexander, y la segunda a la naturaleza de las instituciones socialmente establecidas. Alexander fue, por cierto, un hombre desmesurado, con defectos tan exagerados como sus virtudes. Quienes le conocieron afirman que no resultaba fácil trabajar con él. No era una persona sociable, sino un individualista que jamás se resignó a confundirse con la masa. Podría ser, pues, que su insistencia en lograr los más altos niveles, y su comprensible renuencia a confiar en otras personas para que enseñaran las ideas que tan laboriosa y dolorosamente había desarrollado le condujeran, quizás inconscientemente, a rehuir las posibilidades de dar mayor difusión a su técnica.

Lo que sí es cierto es que el número de profesores que él preparó fue mínimo, demasiado pequeño para dejar en ningún momento una huella significativa. Sólo a partir de 1970 empezó a haber un número sustancial de profesores plenamente calificados y dedicados a la práctica profesional, lo que ha permitido que el público en general comience a estar más familiarizado con la técnica.

También podría ser que la misma certidumbre de Alexander con respecto a su técnica, el hecho de que él sabia y no estaba dispuesto a perder el tiempo justificando y demostrando lo que sabía, contribuyera a desanimar a potenciales partidarios.

Como George Bernard Shaw observó en cierta ocasión, «Alexander invita al mundo a ser testigo de un cambio tan pequeño y tan sutil que sólo él es capaz de verlo». Si la gente no era capaz de atestiguar el cambio que Alexander había visto, y tampoco quería someterse a sus métodos, no les quedaba otra alternativa que retirarse sin comprender.

Posiblemente, la explicación más importante de por qué el trabajo de Alexander no mereció la aceptación general radique en el hecho de que su obra estaba -y en gran medida sigue estando- decenios por delante de su época.

No es específicamente médica, y tampoco es educacional en el sentido habitual de la palabra; los profesionales de estas disciplinas no pueden asimilarla y adaptarla con facilidad a sus métodos.

La técnica exige un cambio fundamental en la forma en que un individuo piensa sobre sí mismo, y hará falta un cambio colectivo de actitud, aún más fundamental, por parte de médicos, psicólogos y maestros, entre muchos otros, para que sea aceptada por la sociedad.