Dado que los sentidos activan nuestra inteligencia y nos orientan en el mundo, un conjunto seleccionado de sentidos privilegiará una cierta manera de prestarle atención. A medida que un niño aprende el “modelo cultural” de los sentidos de su cultura, está aprendiendo cómo percibirse a sí mismo, a los demás y al mundo que le rodea, así como también cómo asignar valor a todo. También está aprendiendo qué no percibir. En resumen, al enseñar a los niños un cierto conjunto de sentidos, una cultura les enseña una cierta manera de ser.

El énfasis casi exclusivo que se le da, dentro de nuestra cultura y educación, a la influencia de la información que nos llega del mundo que nos rodea, otorga mucho valor al llamado “conocimiento intelectual” o “intelecto”, pero muy poco al conocimiento que podríamos llamar “corporal” o “somático”. Ni siquiera nombramos ese reino interno del conocimiento del cuerpo, excepto con términos neurocientíficos confusos. Tampoco entendemos que el mundo exterior puede experimentarse de manera más íntima, dentro nuestro. Nuestra neurociencia ha sido moldeada para respaldar un sesgo expresado por Platón, quien elogió «al hombre que persigue la verdad aplicando su pensamiento al objeto puro e inalterado, separándose tanto como sea posible de sus ojos y oídos y virtualmente todo lo demás de su cuerpo».

Existen muchos ejemplos de cómo nuestro cuerpo reacciona, o de que nuestro preconsciente reacciona, antes de que nuestra conciencia lo haga. Las reacciones de los músicos dependen de eso. Como informa el investigador Bruce Coates, se necesitan 100 milisegundos para que una imagen en la retina se registre en el cerebro, luego de 300 a 400 milisegundos para una evaluación cognitiva elemental y luego otros 50 milisegundos para que se comunique una orden motora a los músculos. Por lo tanto, nuestro tiempo de reacción consciente más rápido es de aproximadamente medio segundo. Sin embargo, nuestro trabajo como músicos, depende de tiempos de reacción significativamente inferiores a medio segundo. Esas reacciones no se realizan conscientemente, sino que surgen de cómo nuestro cuerpo reacciona ante los estímulos.

La investigación de Coates, hecha dentro de un contexto de operadores de bolsa, le dejó una pregunta interesante: si el cuerpo de un operador sigue el riesgo de inversión de manera más precisa que su evaluación consciente, los corredores de alta frecuencia que están más conscientes de sus cuerpos deberían entonces ganar más dinero.

Para el estudio, Coates hizo un experimento. Reclutó a algunos operadores y diseñó un punto de referencia simple para determinar su nivel de interocepción: Se propuso con qué precisión podían sentir sus latidos cardíacos a lo largo de un día, sin monitorear sus puntos de pulso. Algunos operadores simplemente no podían sentir sus latidos cardíacos y tenían que adivinar; otros podían sentirlo con bastante claridad.

El estudio reveló dos resultados sorprendentes. En primer lugar, los operadores con una mayor sensibilidad hacia la vida interna de sus cuerpos habían ganado significativamente más dinero en el año anterior. En segundo lugar, cuanto más tiempo llevaba un operador trabajando, mayor era su interocepción.

La investigación de Coates demuestra que nuestro ser en su totalidad, ofrece una evaluación más confiable de la realidad que solo nuestra capacidad de razonar. La pura razón, como la elogiada por Platón, excluye las sensaciones corporales. Pero lo que el cuerpo sabe incluye lo que resuena a través del Presente, así como la experiencia, la razón, el conocimiento, la memoria, las habilidades y la comprensión. Integra todo eso. Entonces, una persona que llega a operar inversiones por primera vez, por más conectada que esté con su cuerpo, no tendría idea del riesgo de una operación; pero un operador que confía en su mente y está desconectado de su cuerpo, podría también estar completamente perdido.

Los hallazgos de Coates tienen el potencial de cambiar paradigmas. Como observó, «Dentro de la economía, existe la creencia de que deambulamos con esta supercomputadora en nuestras cabezas que no se ve afectada por el cuerpo y tiene la capacidad de calcular rendimientos, probabilidades y la asignación óptima de capital. Pero, por supuesto, la ciencia no respalda nada parecido a eso.» Esa creencia prevalece no solo en la economía, sino también en nuestra cultura en general: durante mucho tiempo hemos sostenido que la razón es nuestra facultad suprema y que el sentimiento no solo es secundario, sino subjetivo y engañoso.

¿Cuánto tiempo hemos estado suscritos a esa creencia? Si retrocedemos a la filosofía griega temprana en el período alrededor del 500 a.C., encontraremos a Parménides, quien es generalmente reconocido como el ancestro formativo más temprano en la genealogía de la filosofía occidental. Parménides lanzó una advertencia que hemos seguido desde entonces: “¡No confíes en tus sentidos, te engañarán! ¡Solo la razón puede llevarte a la verdad!” Ahora, 2.500 años después, Coates ha demostrado que, incluso en un entorno altamente abstracto, lo que los sentidos nos dicen, especialmente los interoceptores, puede ser más confiable que nuestro razonamiento consciente. Eso es mucho tiempo para que nuestra cultura haya dado su lealtad a una suposición errónea, y ha precipitado una extraña forma de ser que aceptamos como normal. Casi hemos perfeccionado la separación entre nuestro pensamiento y nuestro ser, nuestra conciencia y nuestro cuerpo, y nuestro sentido del yo y el mundo. Nuestro sesgo por lo que la cabeza sabe, habitualmente nos distancia de la verdad personal de nuestro ser y, en su lugar, nos orienta hacia las abstracciones de “estatus”, “dogma”, “dinero”, “control” y “seguridad”.

En nuestra cultura, habitualmente subyugamos los sentidos para servir al deseo de la mente de obtener conocimiento objetivo sobre el mundo que nos rodea (por ejemplo, «Esa casa es roja. Ese es un árbol de arce.»). Esta información requiere percepción y clasificación; no requiere sentir. No tenemos que sentir el rojo de la casa, por ejemplo. El conocimiento objetivo es un conocimiento desencarnado. En nuestra búsqueda típica por entender el mundo objetivamente, el cuerpo es un pensamiento posterior.

No creo que nos vaya a ser posible desarrollarnos hacia nuestra integridad, sentir la realidad y armonizar con ella, sin empezar a enseñar y a entender los sentidos más allá de los “5 elegidos” por nuestra cultura y educación. Necesitamos recuperar lo que el cuerpo sabe. Necesitamos despertar a las percepciones que, como lo describe Coates, resuenan en «la caverna del cuerpo». Sentir esas impresiones del mundo viviendo dentro de la carne es el primer paso necesario si queremos entrar en armonía con él.

Así que consideremos por un momento lo que podría significar no solo ver con nuestros ojos, sino sentir las vistas del mundo en la carne. O no solo escuchar con nuestros oídos, sino sentir los sonidos del mundo en el núcleo de nuestro ser, ajustándose sutilmente al Presente. Cuando el cuerpo “conoce el mundo” de esta manera, no está confiando en las abstracciones del lenguaje: su conocimiento es no verbal, no mediado y directo. Su pensamiento es sensorial.

Experimentamos la carne como un medio que resuena no solo con el mundo que la rodea, sino al mismo tiempo con cada corriente de nuestro pensamiento, consciente y preconsciente. A medida que desarrollamos nuestras sensaciones, entendemos cada vez más que constituyen un lenguaje de pensamiento que es distinto al de cómo lo entiende la mente. Lo que el cuerpo sabe se basa en una claridad paciente que nos permite actuar desde la totalidad de nuestro ser.

Pero ese conocimiento es inaccesible, y bien podría no existir, cuando ha sido eclipsado por la muy fomentada, cargada de ansiedad, contraída y rígida educación enfocada en el desarrollo del razonamiento llamado “intelectual”.